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Dos grandes (II): El gran Flamarion

Publicado el 03 febrero 2012 por 39escalones

Dos grandes (II): El gran Flamarion

Aquí tenemos nada menos que a Erich von Stroheim emulando a una especie de Billy el Niño de etiqueta en esta semidesconocida película negra dirigida por el gran Anthony Mann en 1945, basada en una historia de la austriaca Vicki Baum (la autora de Gran Hotel, la novela que inspiró la gran triunfadora de los Oscar de 1932 dirigida por Edmund Goulding), y que cuenta además en su reparto con Mary Beth Hughes, una de las actrices con peor suerte de Hollywood, y al gran Dan Duryea, rostro frecuente en el ciclo dorado del cine negro norteamericano y también del futuro cine de Mann (Winchester 73, de 1950, por ejemplo) y cuya filmografía y calidad en sus interpretaciones bien merece reconocimiento y atención en los anales, recopilatorios, artículos, listas y demás literatura especializada en el cine clásico.

La película, de una brevísima duración (apenas 75 minutos) está construida sobre la base de un flashback casi total. México, 1936: en un teatro de variedades especializado en atracciones y vodevil actúan varios artistas ambulantes, payasos, acróbatas, magos, cantantes y bailarinas, entre otros. Durante uno de los números se escucha entre bastidores el grito agónico de una mujer y, seguidamente, el eco de unos disparos estalla en la platea. Los murmullos, el nerviosismo devienen en psicosis y, mientras el público intenta huir desesperadamente del lugar en el que creen que se acaba de cometer un crimen, tras el escenario el descubrimiento del cadáver de una mujer corre paralelo a la huida del asesino, que corre a ocultarse en las alturas del telón y los decorados. Sin embargo, cuando el teatro ha sido desalojado y está acordonado y ocupado por la policía, que intenta cercar al asesino, éste cae sobre el escenario y es encontrado por uno de los miembros de la compañía. Moribundo, agonizante, el asesino relata el por qué de su crimen.

Nos encontramos con una película negra de estructura clásica, si bien en un entorno poco frecuente como escenario principal (no tanto en relación con los muchos personajes, sobre todo femeninos, que aparecen en el cine negro provenientes de ese marco), el mundo de las variedades, la revista y el vodevil. Sin embargo, los personajes y las relaciones establecidas entre ellos son de manual: El gran Flamarion (Von Stroheim) es un artista de las armas, su número consiste en representar una escena de celos junto a sus dos ayudantes (Mary Beth Hughes y Dan Duryea), que en la “realidad” son matrimonio. Se supone que Flamarion interpreta a un marido celoso y vengativo que vuelve a casa y halla a su esposa en brazos de su amante, a los cuales tirotea sin descanso haciendo blanco en distintas partes de su vestimenta y complementos, así como en el decorado que los circunda. Se trata de un número de gran mérito y precisión que levanta pasiones entre el público dada la extraordinaria puntería y habilidad de Flamarion, que nunca falla. Las relaciones del grupo fuera del escenario son, sin embargo, muy frías y distantes. Para Flamarion sus ayudantes son objetos tan imprescindibles como las armas, pero no les presta ni la atención ni los cuidados que dedica a éstas. Al Wallace (Duryea) permanece casi siempre en estado de embriaguez, mientras que su esposa Connie, siempre sola y relegada a un segundo plano por el interés de su marido por la bebida, busca la atención masculina en otra parte. Y, claro está, la encuentra en un acróbata del que se encapricha y que no tarda en corresponderle. En este punto empiezan a rodar los engranajes del cine negro. Connie, buscando una forma de librarse de su marido, la encuentra con facilidad. Nadie pondría objeciones ni investigaría si en el escenario, por accidente, Flamarion equivocara el tiro y acabara con su ayudante, un notorio borracho del que no habría extrañado que cometiera un fallo de colocación o actuación durante la representación. Pero para eso, el artista tendría que dispararle a conciencia y simular el error, y por ello es necesario conseguir lo único que podría convencerle de algo así: seducirlo. Eso no resultará tan fácil, porque Flamarion es un ladrillo, un pedazo de hielo como no hay otro, inalterable, insobornable, que ni sonríe ni alterna con nadie. Pero la mujer fatal del cine negro es mucha mujer, y no tardará el pistolero en caer en sus redes y someterse a sus planes…

Esta pequeña gran película está muy subestimada dentro de la filmografía de Anthony Mann, como casi toda su etapa negra, minorada al lado de sus monumentales obras en Cinemascope o de su serie de westerns con James Stewart como protagonista. Sin embargo, en esta cinta explora ya la naturaleza obsesiva y traumatizada de los antihéroes de su cine, esos hombres que encuentran en la violencia y en la venganza el objetivo, la finalidad que da sentido a sus vidas, y cuyo cumplimiento hace que ya no importe ni el cuándo ni el dónde de su final. Von Stroheim cumple a la perfección con su papel de hombre severo, pétreo, inamovible, mientras que Mary Beth Hugues anda algo falta de físico y encanto para erigirse en una mujer fatal clásica, por más que resulte más que correcta en su interpretación de la pérfida manipuladora capaz de hacer temblar a una roca granítica con sus atenciones y miradas. Duryea, en su línea, cumple sin esfuerzo con la parte que le toca, como casi siempre la más ingrata. Mención aparte merece la labor de Mann en la dirección, que se apoya tanto en las magníficas interpretaciones como en una sencilla (por razones presupuestarias) pero más que efectiva puesta en escena y ambientación, retratando con realismo casi profesional los escenarios habituales de una compañía de vodevil (teatros, camerinos, viajes, hoteles, etc.) así como dotando a las imágenes de los consabidos juegos de luces y sombras, de los tonos lúgubres y sombríos propios del cine negro. La maestría de Mann queda patente tanto en el conjunto de la narración, con sus cambios de ambiente, tonos y formas, como en momentos muy concretos, destacando sobre todo las escenas de angustia, tensión y nerviosismo de las largas esperas en la habitación de hotel, que no hacen sino alimentar el inevitable final.


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