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El surgimiento de la dicotomía monarquía/república *

Por Garatxa @garatxa
Los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX señalaron la transición de la Edad Moderna a la Contemporánea. Este nuevo período se caracterizó por el extraordinario progreso alcanzado gracias al desarrollo científico y técnico, cuyos fundamentos son el racionalismo (toda realidad puede ser científicamente analizada según principios racionales), el empirismo (la experiencia de los hechos produce su conocimiento), y el pragmatismo (el grado de verdad de una teoría reside en su valor práctico). Se generalizaron la fe en el progreso y el utilitarismo, y surgieron nuevas condiciones económico-políticas que hicieron posible la formación de los grandes imperios capitalistas y la europeización del mundo (imperialismo). Valores y formas de vida burguesa se consolidan, al tiempo que se acentúa el moderno centralismo administrativo (burocracia). Al mundo anunciado en el plano teórico en la Ilustración, se llegó gracias a un doble proceso revolucionario. Las revoluciones políticas derribaron el absolutismo y originando a su vez nuevas formas de gobierno basadas en la voluntad de la mayoría, la igualdad ante la ley, la libertad individual y un derecho natural racionalista. Lo que marcó el imaginario de los ilustrados del XVIII fueron las revoluciones inglesas en 1640 y 1688. Los conflictos con su Parlamento comenzaron en el siglo XVI, cuando la expansión inglesa necesitó reunir más a menudo al Parlamento para aprobar gastos extraordinarios. Se estableció que no se pudieran cargar impuestos que no hubieran sido aprobados por el Parlamento, consolidándose así la mayor fuerza de los Comunes, donde radicaba la representatividad.  El conflicto entre los órganos del Estado (Rey, Parlamento y Tribunales) desembocó en guerra civil, y así surgieron teóricos a favor y en contra de una nueva situación. 

Los filósofos Hobbes, Locke y Harrington reflexionaron sobre cómo constituir un gobierno capaz de evitar en el futuro los trágicos acontecimientos que se produjeron. El pesimista Hobbes optó por un gobierno omnímodo donde el soberano pudiese mantener a raya a sus súbditos. Pero Locke y Harrington, algo más optimistas, enfocaron el asunto desde otra perspectiva. Un poder omnímodo capaz de atemorizar a todos podía, en el mejor de los casos, asegurar nuestras vidas en un contexto de paz, pero en absoluto podía garantizar los derechos de los ciudadanos. Por lo tanto la solución óptima no viene de un gran poder sino de cómo controlarlo para paliar sus posibles excesos. En la línea sugerida por Montesquieu, los ingleses Locke y Harrington vieron la solución en dividir el poder del estado para que uno pudiese contrarrestar los posibles excesos del otro. Esto es, que el legislativo y el ejecutivo estuviesen enfrentados en mutua vigilancia.

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Voltaire, Rousseau y Montesquieu

Las nuevas teorías políticas se abrieron paso. Montesquieu ejerció una notable influencia en el siglo XVIII al afirmar que sólo un Estado moderado puede garantizar la libertad personal, esto es la monarquía constitucional, en la que el rey detenta el poder ejecutivo pero no el legislativo. El poder legislativo ha de articularse en dos cámaras, la alta o aristocrática, y la baja o burguesa, controlando así al ejecutivo y aprobando o desaprobando las imposiciones fiscales. El poder judicial será independiente del legislativo y del ejecutivo. Rousseau, por su parte, consideraba que, puesto que los hombres han creado el Estado para preservar su libertad, es al pueblo a quien corresponde ser el depositario del poder y a los gobernantes constituirse en meros funcionarios suyos. Las leyes deben ser aprobadas por todos y la soberanía del pueblo se manifiesta a través de la voluntad general, que tiende al bien común y a la justicia. Pero sólo existe libertad en la igualdad y en la aceptación de esta voluntad general y que, a veces, puede ser ostentada por una minoría en representación de la totalidad.

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"La Declaración de Independencia", de John Trumbull.

Cuando se produjo la revolución norteamericana, fruto de la presión fiscal británica, las colonias ya disponían de un modelo a seguir, el de la cultura política inglesa en el seno de la cual vivían. Y cuando lograron la independencia surgió un nuevo problema de difícil solución: ¿qué forma de gobierno instaurar? Los padres fundadores, conocedores de la historia de Inglaterra y de los grandes pensadores políticos europeos, no tenían clara la respuesta, aunque si tenían claras algunas cosas. El nuevo estado no podía asemejarse a la nación que la había despreciado y con la que acababa de enfrentarse en una cruenta guerra. Es decir, no podía ser una monarquía, ni el parlamentarismo inglés bendecido por Jorge III. Adams, Jefferson, Madison y Hamilton, conocían bien la revolución inglesa y sabían que, en gran medida, esto ya lo había intentado la monarquía inglesa y no había funcionado. ¿Dónde estaba el fallo? La clave estaba en la legitimidad del poder. En la monarquía constitucional, rey y parlamento poseían una legitimidad de origen diferente, dinástica y nacional respectivamente. Pero ¿qué ocurriría si ambos poderes tuviesen la misma legitimidad original y fuesen mutuamente reconocidos sin reservas? Era previsible que los pactos se cumplirían y el uso de la fuerza y la íntima intención de engañar al otro se acabarían. El equilibrio de poder pensado por Montesquieu, Locke y Harrington sería entonces posible y los derechos de la ciudadanía estarían por fin garantizados. El pueblo americano elegiría a un monarca, es decir, a su presidente encargado del poder ejecutivo, y también elegiría a sus representantes encargados de elaborar las leyes. Las elecciones se harían en tiempos distintos y los responsables políticos ejercerían sus respectivas funciones durante un tiempo limitado, tras el cual habría otras elecciones. En esta nueva cultura política pasó a ser central el individuo, sus derechos y su libertad, frente a lo que hasta entonces era lo central, la comunidad y la participación política intensa, el bien común, la virtud cívica del humanismo y el republicanismo clásico. El interés privado pasó a ser sagrado y respetable frente al interés común, suponiendo que éste se conseguía satisfaciendo aquél. Ahora el individuo podía dedicarse a sus asuntos privados y no a los públicos porque éstos estaban garantizados en un sistema con una organización llena de equilibrios y controles mutuos que habría de funcionar casi automáticamente. Así que los ciudadanos pasaron a centrarse más en consentir el gobierno que a participar en él.
             Posteriormente Adam Smith, heredero de las teorías fisiocráticas en un país industrializado como Inglaterra, se convierte en el constructor de las bases teóricas del liberalismo. En el trabajo y no en la tierra se encuentra, según él, el origen de la riqueza. El interés particular natural incita a producir mercancías que adquieren su valor de cambio en el precio de mercado, siguiendo la ley natural de la oferta y la demanda. Por medio de la libre competencia, la división del trabajo y el libre comercio, se alcanzarán la armonía y la justicia social. El Estado debe prevenir los peligros exteriores e interiores pero sin intervenir en el mecanismo de las leyes económicas. 

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Adam Smith

 El Nuevo Régimen se caracterizó por el liberalismo en todos los aspectos: sociedad liberada de las trabas estamentales que llevó a la unificación jurídica; la consideración de que todos los individuos son iguales ante la ley y por lo tanto se necesita la misma ley para todos, independientemente de su lugar de origen, su lugar social, o su profesión; la economía liberal, que implica libertad para toda actuación económica, ya sea de empresa o de comercio; la liberación de las propiedades vinculadas, pasando la propiedad a ser privada con total libertad en su uso, de compraventa o explotación, siendo éste uno de los derechos fundamentales.
El liberalismo económico se constituye así en el equivalente de las nuevas doctrinas en el campo de la economía. Propugna un ordenamiento natural, no controlado por el Estado, en el que la propiedad y la iniciativa privada, la libre concurrencia y el comercio, garanticen la prosperidad económica y el progreso social (laissez-faire, laissez-passer). La revolución industrial transformó, gracias al maquinismo, los métodos tradicionales de producción (artesanía, manufacturas, trabajo a domicilio) en formas de producción industrial masiva. En el mercado mundial, la supremacía comercial dio paso progresivamente a la supremacía industrial. En Inglaterra, el capital invertido en la industria procedía de las colonias, la deuda pública, el sistema tributario y el proteccionismo. La oposición entre las clases configuradas por la nueva sociedad industrial –empresarios privados (capitalistas) y obreros asalariados (proletarios)-, así como sus contradicciones, serán posteriormente denunciadas por el socialismo
Junto al concepto de liberalismo, hay que introducir el de “Republicanismo”, en el sentido en el que la nueva historia de las ideas sostuvo: un modelo político tomado de los clásicos que va mucho más allá de la forma política, como hoy entendemos la dicotomía Monarquía/República. De hecho, va tanto más allá que no es incompatible con la Monarquía, porque lo que significa y alimenta sus fundamentos es aquel gobierno que atiende al bien común, que se sostiene en la virtud cívica, y que se diferencia del liberalismo por no creer tanto en el interés particular y llegar al bien común, y creer más en la acción y la virtud ciudadana o cultura cívica para llegar al mismo objeto.
              Cuando se habla de forma de gobierno se hace referencia a la forma externa que adopta el Estado, que puede organizarse como Monarquía o como República. En el Nuevo Régimen originado, caracterizado por el constitucionalismo, la Monarquía ya no podía ser otra cosa que constitucional en una de sus tres variedades. La primera fue la Monarquía de Asamblea o revolucionaria, caracterizada por el gran poder que se concentró en una Asamblea única (Cortes con una cámara). Los poderes se separaron como en todos los sistemas constitucionales, quedando el poder ejecutivo en manos del rey. Este sistema fracasó porque no hubo forma de armonizar ambos poderes. En Francia le cortaron la cabeza a Luis XVI y, en España, Fernando VII se cargó todo lo avanzado en las Cortes de Cádiz.

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La Asamblea Nacional Francesa Constituyente


La segunda variedad fue la monarquía puramente constitucional en la cual el mayor poder se concentraba en manos del rey, un sistema propio del ámbito alemán en el cual se consideraba que el poder real se podía limitar pero no anular del todo puesto que, en ese caso, ya no podía seguir llamándosele monarquía.
La tercera variedad, la de mayor trascendencia y desarrollo histórico, fue la monarquía de gobierno parlamentario copiada de la práctica inglesa. Se introdujo en el continente por primera vez en Francia tras la derrota de Napoleón. Tuvo como modelo la Constitución belga de 1831 y se impuso en toda Europa a excepción del ámbito alemán.
La República tuvo menos problemas para organizarse desde el comienzo puesto que carecía del problema propio de una Monarquía: un poder permanente. El modelo republicano por excelencia fue el que se estableció en las Trece Colonias (hoy USA). Es el sistema presidencial que responde a la separación clásica de poderes, con un Presidente elegido que ejercía el poder ejecutivo bajo su responsabilidad. Por el contrario, en Francia apareció a finales del siglo XIX un modelo de república que ha pasado a ser el propio de Europa: la República parlamentaria de la III República francesa. En ella el Presidente es el jefe del Estado, como el rey, dejando la jefatura de gobierno al gabinete de ministros responsables antes las Cortes. A partir de estos escenarios, América se constituyó en el espacio de las repúblicas presidenciales y Europa en el de las repúblicas parlamentarias.
* Artículo original publicado en Nueva Revolución el 16 de abril de 2017.

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