Revista Cultura y Ocio

Libri Mundi: el tiro de gracia de una librería suicida

Publicado el 18 agosto 2015 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom
El local de Libri Mundi, en la calle Juan León Mera, a las 19:00 de un sábado cualquiera.

El local de Libri Mundi, en la calle Juan León Mera, a las 19:00 de un sábado cualquiera.

Por Antonio Villarruel

(Publicado en La Barra Espaciadora, Quito, el 27 de julio de 2015)

Lo que hizo Libri Mundi al despedirse de su local más emblemático se deja palpar: se olvidó de enriquecerse por dentro; le dio por despreciar lo que buenamente tenía afuera. Y vaya que lo tenía: hay que ser un incompetente para no darse cuenta del capital que se pierde al dejar ir a la vieja casa.

Hace días, se supo que una de las librerías más tradicionales de Quito, la Libri Mundi de la calle Juan León Mera, cerraría definitivamente sus puertas. A muchos de quienes íbamos no nos sorprendió la noticia, pues bien se sabe que los espacios de simbiosis entre conocimiento y rentabilidad económica son obra de algún milagro. Lo que sí causó es esa mezcla de alivio y fatalidad que trae el tiro de gracia, aquel que termina con una agonía penosa y agota la inútil prolongación de un hilo de vida sostenido por pulsaciones artificiales.

Pero, es más sorprendente la razón por la que sus emprendedores dueños resolvieron clausurar su local: dijeron que La Mariscal, el barrio en el que se encontraba esa sucursal, es un sitio poco idóneo para un negocio así, que funcionaba en una casona restaurada, de arquitectura republicana, al lado de una tienda de ropa cara y de una cadena de sánduches. Se les pasó por alto que vendían libros y punto.

La casa que no merece

Que la casa está en una zona conflictiva, dijeron los representantes de la librería, y arremetieron contra la degradación del barrio donde antaño –aparentemente– se daban cita todos los respetables de la ciudad y adonde parece que ahora van solamente haraganes para intoxicarse: cerca de la sucursal de Libri Mundi de la calle Juan León Mera se encuentra uno de los expendios más conocidos de base de cocaína de Quito. En una calle cercana, un grupo de tipos cuida los automóviles estacionados, y si uno no les paga por adelantado, algo muy malo sucede: se vuelven feroces y rayan las carrocerías con clavos, arrancan los retrovisores o hasta pinchan las llantas. También: donde la calle Juan León Mera se prolonga hacia el norte, aparecen en la alta noche todo tipo de antros para malvividores o mijines a quienes poco les importa el estruendo de la música más vulgar, la vomitona de cada noche, los gorilas en las puertas de entrada y los televisores encendidos. Obtienen biela barata y tienen la sensación de que están en el cómodo margen de la escena, justo como para no perderse nada. Otra cosa: uno de estos tugurios de venta de basura y cerveza mala actuaba de fachada para esconder –según la policía– a turbios personajes que aparentemente tenían nexos con Al Qaeda. Más datos: a eso de las diez y pico de la noche, en una de las esquinas cercanas a Libri Mundi se prende la marcha de la prostitución homosexual. ¡Ya está: solo falta decir que muy cerca se esconde la reencarnación de Hitler!

Y así, en tono templado y con subtextos que a mí me parecen pretextos fútiles para enmascarar una administración mediocre y provinciana, una gestión cortoplacista y gazmoña, se cargan con el imaginario cultural quiteño. Lisonjean al lector que va a por sus nuevos libros, no al que le dio vida al negocio durante la mayor parte del siglo pasado.

Pero, ¿cuál es el sitio idóneo que se busca para instalar una librería?

Uno no puede negar que hay una deriva visible de La Mariscal, que fue, hace setenta años, un barrio de narices alzadas y ahora se ha convertido en una especie de zona rosa multicultural donde entra medio mundo, mea medio mundo, pasea media ciudad y se oyen los escapes de los mijines de la misma media ciudad. Una deriva a la que le cobró peaje el tiempo y, además, ha puesto almorzaderos, centros de copiado, burdeles discretos, burdeles chillones, picanterías con servilletas de papel periódico. Lo que sucede es que, si salimos de las urbanizaciones cerradas y los centros comerciales, así somos nosotros, así es Quito, y durante décadas transitaron lectores por esa y otras librerías de La Mariscal para hojear libros, encontrarse con sus amigos y, sí, ¡comprar! Y no se ahuyentaron como moscas. Por allí también pasan todos los días hombres o mujeres que antes se hubieran dado el tiempo de entrar a la librería sin reparar en que por la noche el territorio se pone maloso. Ahora, claro, pasan de largo. No les veo andar despavoridos durante el horario de atención de Libri Mundi, por sus calles cercanas, en el barrio y sus límites.

En las perchas

Ahora bien, mientras todo esto ocurría y continúa ocurriendo en los alrededores, el paisaje interior de la librería cambió más bien poco. Pero, con el paso de los años, el lugar adquirió la forma de un hermoso repositorio de libros manoseados. Al abrir la puerta de vidrio, a mano izquierda, estaban las pocas novedades o reposiciones que se ofrecían. A mano derecha se podía ver un mueble con algunas revistas, todas recientes y todas pésimas, ocupando el espacio que las publicaciones de historia, crítica literaria o política –mexicanas o españolas en su mayoría– llenaban, digamos, hace cinco años. Más allá, en el ala izquierda, se reunían los libros para gringos, usualmente atiborrados de esos insufribles coffee-books que, década tras década, siguen mostrando piqueros de patas azules, atardeceres junto al Cotopaxi y niños con cara de ángeles andinos. Un poco más al fondo se ubicaban los thrillers o los libros de bolsillo. La nave central de la librería tenía un gran mesón con textos que fueron novedad hacía al menos dos años y que variaban poco. Dos o tres editoriales se turnaban este mesón, que acababa mostrando lo más interesante en literatura que podía ofrecer Libri Mundi. A la derecha estaba el inolvidable mueble de Tusquets y Siruela con libros que jamás se vendieron: Mathiessen, Almudena Grandes, un libro amarillo y bien sucio de Franco Volpi, unos tantos de Calvino, uno de Norman Manea, algunos de la colección La sonrisa vertical…

Y, sin embargo, me parece que el cierre de Libri Mundi obedece a un modelo de librería que tarde o temprano lleva también a un modelo de ciudad. Y la ciudad que queremos es, pues, la del gran negocio higienizado.

El otro mesón les correspondía a los libros-basura y nunca le presté atención. A su lado derecho estaban las sobras de Anagrama y algo de DeBolsillo. Me parece que fue esta área la que más reposiciones vivió en los últimos meses, con la muerte de Álvaro Mutis, el Nobel a Alice Munro y la moda por Elías Canetti.

Antes de descender al salón central, estaban en oferta varios títulos de Acantilado. A la izquierda había un anaquel de clásicos y, al doblar la pared, donde hace unos diez años había ejemplares de DTV, Feltrinelli, Gallimard, Actes Sud o Bompiani, había más paperbacks de policiales. Los mesones que sugerían un rectángulo principal vendían desde hace meses textos de humanidades o ciencias sociales que rotaban de sitio en sitio. Mientras estos cogían polvo, la nueva novela latinoamericana, esa de narco, trama de Televisa o vejez indigna, se imponía en el otro mesón, a la derecha. Si no, se repetía una cadena de títulos, a veces clásicos, a veces novedades, a los que uno acudía ya no con curiosidad, sino con la certeza de que ciertas cosas que uno desea todavía permanecen en su sitio y no se irán nunca. La mesa de ciencias sociales y la otra cercana, la de literatura ecuatoriana, estaban en un limbo al que casi nadie acudía. Eso sí, siempre hubo excelente música.

Más mundi que libri

No seguiré con las secciones de fotografía, cine o libros para niños porque no tengo ganas de ponerme más triste. Pero sí diré que desde hace algunos años, la Libri Mundi de la Juan León Mera comenzó a vender golosinas, chucherías para disfrutar los libros –señaladores lujosos, lamparitas portátiles– y juguetes pseudointelectuales que le daban un relumbrón instantáneo al local pero que, mejor visto, le hacían parecer almacén chino. Toda esta comida y accesorios se ubicaban bien cerca de la caja, como si fueran caprichitos adicionales al libro. Así, Libri Mundi fue perdiendo libri y fue ganando mundi, ingresando de refilón al arquetipo de almacén de centro comercial, pautado por esa fina amalgama entre marca y aceleración, brillo de bisutería y compulsión de compra.

No hay que sorprenderse con los sábados, cuando la librería sacaba mucho de sus fondos y lo vendía a precio de nada. Tampoco cabe sorprenderse de que las cifras de venta en la sucursal de la Juan León Mera fueran cada vez más exiguas y las de las sucursales de los centros comerciales más altas. Así, todo da a entender que los lectores huyen del peligro de la calle y sus indeseables y se decantan por acudir al shopping, donde después de comprar espirulina se dan una vuelta por la librería. Claro, los entrepreneurs tienen la razón.

¿La culpa es del barrio?

Y, sin embargo, me parece que el cierre de Libri Mundi obedece a un modelo de librería que tarde o temprano lleva también a un modelo de ciudad. Y la ciudad que queremos es, pues, la del gran negocio higienizado.

Mientras Libri Mundi se ahogaba con sus viejos libros, algunas librerías comenzaban a florecer en el mismo barrio. Pocos días después del cierre de Libri Mundi, a apenas tres cuadras, nada menos que el Fondo de Cultura Económica inauguró su librería junto con el Centro Cultural Carlos Fuentes, sin duda, un hito histórico en la vida cultural quiteña. No tengo noticia de que esta y otras librerías piensen mudarse de allí porque la cosa se pone fea al atardecer. El siglo de las luces, por ejemplo, o Sur, sin pensar en las que sobrevivieron aun cambiando de dueño, como la de las calles Amazonas y Ventimilla, o la librería que vende textos de conspiraciones marcianas, al frente del Centro Comercial El Espiral. Todos estos locales conviven con la gente sobre la que escribí arriba.

Hay un mapa imaginario que recorre el lector en este sector –que muchas veces incluye, además, las dos excelentes librerías de viejo que guardan un buen fondo en inglés–, un lector que no se ha asustado ante la presencia de presuntos malvivientes o quioscos de salchipapa. No me atrevo a pensar en él como un usuario de libros académicos o rebuscados o alguien que hace parte de la pequeña camarilla de intelectuales de la ciudad. Más bien como arena del grueso estrato de lectores medios, cada vez más nutrida.

Tal vez, sin mayores reparos sobre la gentrificación y la gestión errática del patrimonio urbano, ese lector tenía aprehendida la experiencia de la ciudad como aquella que está pautada principalmente por la diversidad, la improvisación y la polisemia, y veía en todo ese universo que ocurría alrededor la ventaja de no estar encerrado en un cubo de vidrio y cemento, o como un escenario de lo que buenamente puede ser la ciudad latinoamericana. Y ese lector aprovechaba de las pocas cafeterías que aún quedan en la zona. Y conversaba, y se peleaba y debatía, y veía bien que el negocio de venta de libros estuviera al lado del de la comida, o quizá ni lo veía, quizá era solamente más atractivo que estuviese allí y no secundando las ropas de señorito en torres de cristal.

Yo dudo mucho de que en los años ochenta La Mariscal hubiera sido un lugar solo para afectados y refinados, esos que ahora se asquean de ir allí y dan la razón a los inversores que se cargaron la librería y la volvieron un bazar de nuevos bestsellers. Dudo también de que alguna vez en su historia Libri Mundi haya insistido tanto en su imagen corporativa –al menos en el grado en que lo hace ahora–, imprimiendo gigantografías con frases terminantes y casi inteligentes. Por eso, creo que lo que más cambió no fue el barrio, sino la idea misma de librería que se intenta construir en una ciudad como Quito.

A medio paso entre la generalista y la oferente de libros selectos, el cierre de Libri Mundi de la Juan León Mera le sorprende en una crisis de identidad, o tal vez en los comienzos de su nueva imagen, la que busca consolidarse con tanta pancarta.

Mientras esto se ha tramado, Libri Mundi no ha hecho una sola importación de libros de fondo, aquellos que se venden más lento pero que atraen a la gente que busca algo adicional a un regalo o un pisapapeles. El fuerte de estos meses ha sido, si no me equivoco, traer lo más sonado de las editoriales hegemónicas y algún libro que esté de moda en la discusión de coctel. Y sumergirse inequívocamente en ser el complemento de una experiencia de compra de mall, y no en la búsqueda de un perfil de lector. Nada en contra de esto. Pero si se quiere retener a un consumidor medio de libros, que no se le culpe al barrio. Si se quiere vender libros como jeans Diesel, que se trabaje con libros como se lo hace con medias.

Mientras esto se ha tramado, Libri Mundi no ha hecho una sola importación de libros de fondo, aquellos que se venden más lento pero que atraen a la gente que busca algo adicional a un regalo o un pisapapeles.

Pese a todos los sacrificios que conlleva dejar morir a un pueblo grande, la buena noticia de una ciudad es que la capa de lectores también se amplía: muchos de ellos jóvenes, otros ya recorridos en espacios similares, otros tantos fatigados de salir del centro comercial y encontrar allí una charla con, digamos, Ángela Becerra. Y esto prueba que no sea tanta la coincidencia de que otras librerías, que traían lo que Libri Mundi ofertó al peso, estén creciendo y hayan, desde hace ya unos años, reemplazado la ruta del hojeo.

Lo que hizo la librería al despedirse de su local más emblemático se deja palpar: se olvidó de enriquecerse por dentro; le dio por despreciar lo que buenamente tenía afuera. Y vaya que lo tenía: hay que ser un incompetente para no darse cuenta del capital que se pierde al dejar ir a la vieja casa. Del otro lado: cuando se ingresa a un local que esta cadena mantiene en los centros comerciales, tan iluminado, casi como si fuese la boletería de una cadena de cines, la ilusión muta: uno piensa que saldrá con un buen par de babuchas. Lo que no dista de la verdad, considerando lo que ofrecen. Y pensando: ¿qué clase de lector es el que prefiere esto? ¿Quién lo extrañará cuando este local cierre y en su lugar vendan aspiradoras? ¿Qué de malo tenía la casita?

¡Buena suerte vendiendo canguil y mentitas!


Archivado en: Ensayo, Opinión, Pensamiento Tagged: Bibliomanía
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