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Radiografía del horror: Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020)

Publicado el 28 marzo 2022 por 39escalones
Radiografía del horror: Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020)

La mayor virtud de esta película de Jasmila Zbanic tal vez sea la concreción. Situándose en julio de 1995, en el lugar y las circunstancias que propiciaron la matanza de Srebrenica durante la guerra que siguió al desmembramiento de la antigua Yugoslavia, la película omite toda tentación discursiva sobre los orígenes y condicionantes del conflicto (la fabricación del país en el Tratado de Versalles de 1918 por imposición de las potencias vencedoras, en particular de la Francia de Clemenceau, el régimen comunista de Tito tras la Segunda Guerra Mundial, el estallido violento del nacionalismo larvado durante siglos una vez caído el Muro de Berlín…) y se centra en ilustrar en tono de crónica, alternando con acierto el plano general de los acontecimientos con las vivencias particulares de una de las familias afectadas, la secuencia de hechos que llevaron a la muerte a más de ocho mil personas, musulmanes bosnios, y a su enterramiento en fosas comunes. El protagonismo de la cinta no recae en la política ni en las operaciones militares ni en el contexto internacional, ni mucho menos en la acción, sino en el punto más crucial y débil en cualquier pesadilla armada: el desamparo de las víctimas; entendidas estas, eso sí, en sentido amplio, lo que incluye a los muertos, los desplazados, los huérfanos, los que han perdido seres queridos, pero también a los verdugos, los asesinos, los que han matado en nombre de una causa que finalmente se revela falsa, inútil. De modo que las vivencias de Aida, una profesora que trabaja como traductora de las fuerzas neerlandesas adscritas a la ONU, y sus esfuerzos para salvar a su marido y a sus hijos del fatal desenlace que se avecina, sirven además como vehículo simbólico tanto del abandono de los musulmanes de Bosnia por parte de la comunidad internacional como de la autodestrucción de un país próspero y de su traumática fragmentación, personal y colectiva.

La población civil de la ciudad es víctima por partida triple: de las fuerzas bosnias incapaces de defenderla; de las fuerzas serbobosnias que, en representación de una autoproclamada república separatista, toman la ciudad y se ofrecen conciliadoras bajo falsos pretextos humanitarios; por último, de las fuerzas de interposición de la ONU, en este caso neerlandesas, carentes de iniciativa y de capacidad de resolución en sus competencias, muy limitadas además debido a los compromisos diplomáticos y la falta de implicación real y la tibieza del papel de la comunidad internacional. El resultado es que la base de la ONU se ve colapsada por los refugiados y los responsables militares neerlandeses deben afrontar tanto la presión humana de quienes huyen de sus más que probables verdugos como el continuo hostigamiento de los serbobosnios en su labor de eliminar cualquier tipo de resistencia militar camuflada entre los refugiados. La indeterminación de los mandos de la ONU, el alejamiento de sus responsables del escenario real, el exceso de burocracia, el cumplimiento de las órdenes como excusa para no enfrentar las consecuencias de la aplicación de los mínimos principios humanitarios y enfrentarse a las consecuencias, colocan a las víctimas civiles en el tablero de un juego en el que los serbobosnios tienen todos los triunfos y mueven libremente sus piezas, mientras el mundo se pone de perfil y las víctimas pagan el precio. Estructurada en dos partes y un epílogo, la película se erige así en una muestra de auténtico terror realista.

En la primera parte, la que recibe el tratamiento más largo y pormenorizado, la película narra la coincidencia entre el trabajo de Aida para los neerlandeses de la ONU y la llegada a la base de los refugiados de Srebrenica, entre los que se encuentran su marido y sus hijos. Al esfuerzo por localizarlos le sigue otro añadido para posibilitar su acceso a la abarrotada base, a la que los Cascos Azules les niegan el paso, y a medida que la presión exterior aumenta, otros sucesivos por garantizarles el mayor bienestar y, en última instancia, por preservar su vida incluyéndolos como personal trabajador de la ONU con licencia para salvarse por un corredor humanitario. Durante este proceso, la película muestra con una puesta en escena desgarradoramente naturalista, de una manera seca y directa que es su mejor baza, el drama al que progresivamente los refugiados se ven arrastrados, tras un paripé de negociación con los serbobosnios y el espejismo de la llegada de autobuses en los que repartirse para, según las promesas del que luego fuera procesado como criminal de guerra, Mladic, ser trasladados a un lugar seguro. La pesadilla de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial se repite así en la desmemoriada Europa de finales de siglo XX y conduce a un final fatal contado con un realismo y un dramatismo atroces, por más que la película aplica una intención honesta y efectiva por ahorrarle al espectador la crudeza y el horror de la violencia en estado puro. Esta elegancia formal multiplica la sensación de terror, puesto que el público no ve pero adivina, no cuenta con la información precisa pero imagina, no asiste en primer plano pero conoce, sabe de sobras por dónde transcurre la historia y lo que va a acontecer. La tensión surge de la sequedad, de la ausencia de toda floritura virtuosista, de la presentación neutra y aséptica de los sucesivos pasos hacia la catástrofe. El segundo tramo, casi un primer epílogo situado pasado el tiempo, ya finalizada la guerra, coloca al espectador ante el descubrimiento y levantamiento de las fosas comunes donde fueran enterradas las víctimas, en el paso de Aida por la morgue para el posible reconocimiento de los cadáveres, ahora ya solo huesos con jirones de ropa y acopio de objetos personales, y en el retorno a la que fue su casa con intención de retomar su vida. Si en el episodio anterior la indignación del espectador se combina con su comprensión del horror que está apunto de sobrevenir, que alcanza el clímax en una secuencia construida con tanto tacto como contundencia dramática, en esta el impacto descansa en la toma en la que Aida recorre la exposición de restos humanos en busca de noticias de sus familiares ausentes, y también en su visita a su antigua casa, ahora ocupada por otra familia, que a su vez se convierte en víctima colateral. El epílogo, el retorno de Aida a su escuela y la función infantil, a la que asisten varios de los personajes antes presentados, en la que simbólicamente se apela al entendimiento y a la paz, es la parte más endeble del filme, el segmento en el que el lenguaje cinematográfico de la directora, conservando su elegancia, pierde no obstante la sutileza, adquiere el trazo grueso y el artificio de una película de tesis que señale al espectador lo que debe pensar y sentir a cada momento.

Una película de contrastes, en la que se salta del plano general al particular sin perder el foco del tema principal y en la que la agilidad y la ligereza del tono conviven con la profundidad dramática y el desgarro emocional más radical, combinación solvente en la que se funden la mirada de la directora y la de su actriz protagonista, Jasna Djuricic, para ofrecer una puesta en imágenes de algo tan difuso y al mismo tiempo tan real como el poder del instinto de supervivencia, personal y colectivo. Desde la rudeza del fondo y la suavidad de la forma, con cierto maniqueísmo en el retrato de una sociedad compleja enfrentada a sí misma (la guerra de Yugoslavia fue, además de un conflicto de Serbia contra el resto de repúblicas, una guerra civil dentro de Bosnia, en la que para la película los serbobosnios son los villanos), la película multiplica su indignación y su ira no desde el subrayado y la sobreactuación, sino desde el mucho más efectivo (y por algún momento, sobre todo al final, más efectista) minimalismo narrativo, graduando perfectamente los picos de tensión creciente hasta desembocar en un torrente de horror y tristeza, sin perder nunca una mirada profundamente humana y su intención de denuncia, y sin renunciar a mostrar, eso sí, de manera nada explícita o cruenta, el drama de una sociedad partida en dos por una herida abierta que dista mucho de poder ser cerrada (por ejemplo, el encuentro de Aida con el que fuera alumno suyo, ahora en las filas armadas de los serbobosnios). Que la película, además de producción Bosnia, haya requerido socios de Austria, Rumanía, Alemania o Polonia habla a las claras de las dificultades que atraviesa en la posguerra un país que, como su cine, solo es viable gracias a un apoyo extranjero, tal vez aún atormentado por la mala conciencia, que falló cuando más falta hacía. Una película a la que recientes acontecimientos ocurridos más al este, cuya raíz resulta sin embargo de una naturaleza no muy alejada, insisten en mantener vigente.


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