Revista Cine

Sic semper tyrannis

Publicado el 30 junio 2013 por Burgomaestre
Desde que Lady Filstrup se retiró a su seguro sepulcro a reposar sus desvencijados huesos, muchos grandes actores nos han dejado. El último y probablemente el de mayor cualidad estelar, sea Alfredo Landa, pero a él le precedieron en el camino al Más Allá talentos tan destacados como los de quienes ahora relacionaré fiándome de la traidora memoria y aún a riesgo de cometer el imperdonable pecado de olvidar a alguno: Sara Montiel, Aurora Bautista, María Asquerino, Tony Leblanc, Carlos Larrañaga, Francisco Valladares, Pepe Rubio, Paco Morán, Pepe Sancho, Sancho Gracia o Pablo Sanz. Con cada una de estas despedidas, se ha ido despoblando el particular olimpo actoral de este burgomaestre, que asiste con desolada tristeza al final de una época que amó. Y es que este empecinado deudor de los cómicos pertenece a esa clase de espectadores españoles que ha dado en comprender que lo que realmente aprecia del cine español es a sus actores y, de éstos, lo que ellos tienen de teatral. El actor forjado en decenios de trabajo sobre el escenario imponía su presencia sobre el guión más pedestre y sobre la puesta en escena más ramplona. En las precipitadas adaptaciones televisivas era capaz de “tirar de oficio” y declamar con seguridad, decir su texto con precisión y mantener el ritmo correcto de un diálogo y el tono dramático apropiado de cada escena. Cualidades adquiridas mediante la exigente escuela de la experiencia y, en muchas ocasiones, desde la cuna.
SIC SEMPER TYRANNISLas previas reflexiones han nacido de la contemplación de una fotografía obra de Juan Gyenes que da testimonio del trabajo de tres actores señeros: José María Rodero, Francisco Pierrá y Pablo Sanz (a quien aludíamos antes por la triste circunstancia de su reciente fallecimiento). Los tres se dieron cita en el reparto del estreno de la obra de Buero Vallejo “El tragaluz”, que bajo dirección de José Tamayo, se estrenó en el madrileño teatro Bellas Artes, el 7 de octubre (con un retraso de un día sobre la fecha prevista) para dar inicio a la temporada teatral de aquel año. La obra obtuvo un éxito señalado, alcanzando las quinientas representaciones, pese a (o precisamente gracias a) ser, en alguna medida, una pieza audaz, al insertar una reflexión dramática sobre unos hechos trágicos en un contexto de ciencia ficción, ardid argumental que Buero Vallejo retomaría en su futura producción con especial acierto en “La fundación”, por ejemplo. No poca responsabilidad en la consecución del éxito la tuvieron sus intérpretes. A los antes citados, quienes habrían de hacerse con la popularidad máxima por la vía de su trabajo televisivo (al veterano Francisco Pierrá le llegaría con su participación en la serie Visto para sentencia y a José María Rodero, especialmente, al dar vida al protagonista de Doce hombres sin piedad, mientras que Pablo Sanz, que sustituía en “El tragaluz” a Jesús Puente, quien la estrenó, era ya un habitual de la pequeña pantalla en 1967 y era tan familiar en los hogares españoles como el cobrador de Santa Lucía) hay que sumar a la deliciosa Lola Cardona, a Amparo Martí, a Sergio Vidal, y a Carmen Fortuny. En la imagen que nos ocupa la atención hoy, destacan las miradas de los tres actores y sus distintas actitudes. Forman los tres intérpretes un sólido bloque en torno a la mesa camilla. Occupan y “toman” el centro del escenario, el cual llenan por completo con su presencia magnética. Contemplan, cada uno desde su posición física y psicológica, el espectáculo de la realidad a través del tragaluz del título, que les da acceso, desde el subsuelo, a la vida en la superficie que pasa ante ellos. De esa realidad, al espectador sólo le llega (Platón mediante y su famoso Mito de la Caverna) la sombra proyectada en el fondo del escenario.  Se le antoja a este burgomaestre que son, esa mesa camilla y ese grupo que observa, y ese público que asiste a esa observación, tan vigentes hoy en día como lo eran entonces. Y si la visión de 1967 llegaba desde un angosto ventanuco, ahora mismo la recibimos, mejorada, desde la pantalla del ordenador. La inacción es la misma.  Consideraciones más o menos gratuitas al margen, el sentimiento más poderoso que acude hoy desde esta imagen de casi cuarenta años de antigüedad es de una inmensa admiración por los cómicos que la habitan. Y eso nos lleva a otra reflexión, nos lleva a pensar en de qué modo se ha transformado la relación del público con los actores. Si la admiración por ellos ciertamente subsiste, no es menos cierto que la calidad de esa admiración ha decaído severamente con el paso de los años y se ha ido metamorfoseando desde el respeto hasta llegar a la irreverente vulgaridad actual. Hoy en día los actores sólo son célebres en función de su consumo por la vía de la prensa amarilla, sea esta del ámbito “cardíaco” o sea del político. Décadas atrás, los actores eran admirados y respetados por el honorable ejercicio de su profesión, que tenía la relevancia que correspondía a su función de entretener a la gente. Del mismo modo que los autores teatrales adquirían ayer consideración y notoriedad públicas a través de sus estrenos, en la misma medida que son ignorados olímpicamente hoy, los actores se labraban antaño su prestigio a golpe de interpretación, viviendo y actuando por nosotros en el tablado y en los platós, tanto como hoy obtienen la celebridad únicamente si despiertan algún tipo de controversia o polémica y su nombre aparece en el disparadero de las tertulias. En los años primeros de la vida de este burgomaestre, actores como Guillermo Marín, Manuel Dicenta, el antes citado Francisco Pierrá, Alejandro Ulloa, Luis Barbero, Joaquín Roa, Antonio Riquelme o Jesús Tordesillas podían muy dignamente compaginar su ancianidad con el trabajo de actor mientras que hoy el lamentable panorama de los actores ancianos se reduce únicamente a optar entre dos posibilidades: de una parte, languidecer en el más triste anonimato; de otra, ser rescatados de él por Santiago Segura para alguna de sus patochadas. De todos los ancianos ilustres de la profesión actoral, sin duda fue Pepe Isbert el más celebrado y todavía hoy, casi cincuenta años después de su muerte, todavía conserva intacta su gloria.
SIC SEMPER TYRANNISSIC SEMPER TYRANNISPepe Isbert (Madrid, 3/03/1886 – 28/11/1966) debutó sobre el escenario en 1903. Cuando actuó a las órdenes de Berlanga en El verdugo (probablemente su film más venerado) llevaba actuando 60 años. Sirva este dato como piedra basal sobre la que edificar mi tesis, que consiste en creer que los grandes actores del pasado hacían su trabajo y poco importaba a las órdenes de quien lo hicieran. Pepe Isbert ejercitaba su oficio con la misma seguridad y profesionalidad tanto si lo dirigía Sáenz de Heredia, como Berlanga, Nieves Conde o Rafael J. Salvia. Y es ver actuar a los grandes lo que los espectadores como yo buscamos, a fin de cuentas, es ese verles “trabajar” (como solía decir su público no hace tantos años –Por cierto: qué distinto placer representa ver trabajar a alguien que verle “jugar”, como dicen los franceses o los ingleses cuando se refieren a la interpretación. En España siempre hemos respetado reverencialmente el trabajo-). Pepe Isbert debutó en el cine en 1912, cuando el cine todavía estaba lejos de ser el Séptimo Arte y se limitaba a ofrecer imágenes en movimiento para pasmo y asombro de parroquianos que acudían sin la menor inquietud intelectual encima. Lo hizo despachando ante las cámaras (en el film “Asesinato y entierro de José Canalejas”, en el papel de Manuel Pardiñas) al presidente José Canalejas, quien, el 12 de noviembre de aquel mismo año, distraído en la contemplación de un escaparate de una librería cercana a la madrileña calle de Carretas, bien poco se lo esperaba. Esta primera actuación cinematográfica del gran Pepe Isbert, en la que apenas se le intuía la fisonomía y que dura sólo unos segundos, le conecta directamente con otro gran nombre de la cinematografía mundial, el del justamente célebre director estadounidense Raoul Walsh (firmante de joyas tales como Murieron con las botas puestas, El último refugio, Objetivo Birmania, Al rojo vivo o El mundo en sus manos) , quien en 1915, tres años después de que Isbert hiciera lo propio, cuando trabajaba como ayudante de dirección en la primera superproducción cinematográfica de la historia, El nacimiento de una nación, de David Wark Griffith, encarnó para la pantalla a otro magnicida, a John Wilkes Booth, que también descerrajó un tiro en la cabeza de su respectivo presidente, Abraham Lincoln, cuando éste asistía a una representación teatral de la obra Our american cousin, de Tom Taylor, en el teatro Ford (nótese el paralelismo: los dos finados presidentes estaban entregados a una actividad cultural y mientras el gallego político liberal murió cerca de Carretas, Lincoln lo hizo en un Ford). Aquel 15 de abril de 1865, John Wilkes Booth, tras herir mortalmente a Lincoln en su palco, saltó desde éste al escenario y plantado en él gritó al público la frase (atribuida a Bruto en el acto de asestar al César la puñalada postrera): “Sic semper tyrannis” (así siempre a los tiranos) antes de darse a una infructuosa fuga. Medio siglo después, Raoul Walsh, quien, por cierto, conoció personalmente en su infancia al eminente actor Edwin Booth, hermano del magnicida (cuya celebridad fue tal que su vida fue reiteradamente llevada a la pantalla por un buen número de actores, entre los que destaca el no menos famoso Richard Burton), al reproducir la escena para el ojo de la cámara se enredó ligeramente en la bandera que engalanaba el palco presidencia y al ganar el escenario se rompió una rodilla y se luxó un tobillo. Pero enmascaró el dolor y quedó muy bien en la película, simulando ser aquel asesino quien, por un momento, había “tomado” el centro del escenario y había representado su breve pero contundente pieza teatral de un solo tiro y una sola frase.

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